Inmigrantes en argentina
INMIGRANTES EN ARGENTINA
Los cálculos más prudentes estiman que en la Argentina viven alrededor de dos millones de extranjeros, aproximadamente el cuatro por ciento de la población. No es mucho, sobre todo si comparamos con la Argentina de principios de siglo veinte, cuando en las grandes ciudades la presencia de extranjeros llegó a ser superior a la población local.
No son muchos los extranjeros en la Argentina, pero esa presencia ha dado lugar a que se alcen voces pidiendo ajustes en las leyes inmigratorias e incluso la expulsión de quienes no justifiquen en términos laborales su presencia en el país. Los reclamos incluyen argumentos razonables con prejuicios racistas. Por un lado, es verdad que algunas decisiones se deben tomar con la legislación inmigratoria vigente, pero por el otro, nada justifica el racismo en un país que se constituyó como nación convocando “a todos los hombres del mundo de buena voluntad”.
Asimismo, es por lo menos opinable sostener que el delito en la Argentina se ha incrementado por culpa de los inmigrantes, quienes además serían los responsables de las villas miseria, la violencia y el uso y abuso de los servicios sociales que presta el Estado. Respecto del delito, las cifras disponibles señalan que los extranjeros constituyen un porcentaje menor, sensiblemente menor, por lo que sería una exageración, o algo peor, sostener que ellos y nadie más que ellos, son los responsables de la inseguridad.
Se sabe que las corrientes inmigratorias están integradas por personas con problemas sociales, políticos o religiosos en sus países de origen. Por lo general, en los tiempos que corren, la causa primera de inmigración es la pobreza. Desde Paraguay, Bolivia, Perú, quienes llegan se emplean en las tareas más modestas: albañiles, servicios domésticos, venta ambulante. Es más, en muchos casos son objeto de explotación ilegal como lo registran periódicamente las crónicas de los medios de comunicación.
Es cierto que en algunos segmentos se detectan actividades delictivas, pero criminalizar a los inmigrantes, sería injusto desde todo punto de vista. Sin ir más lejos, en nuestra ciudad, los problemas de inseguridad no provienen precisamente de los extranjeros. Por el contrario, en más de un caso estos extranjeros han dado muestras de una impecable cultura del trabajo y al respecto, una recorrida por la costa sería ilustrativa para más de un prejuicioso.
Los brotes de racismo que se generaron en los últimos tiempos tienen que ver con la inseguridad y el crecimiento de los índices de desocupación. En ese contexto, resulta “cómodo” para ciertos sectores de la clase dirigente derivar la responsabilidad a los extranjeros, sobre todo porque la mayoría de ellos está indefensa, requisito indispensable para cumplir el rol de chivo expiatorio.
No deja de llamar la atención, de todos modos, que en el país que se enorgullece de contar con un Papa argentino, pierda de vista que uno de los ejes decisivos de su magisterio es la defensa de los pobres y en particular de los inmigrantes que escapan del hambre o las persecuciones de sus países de origen. Es lindo estar contento por el Papa argentino, pero pareciera que no lo es tanto hacerse cargo de las consecuencias de ello. Se dirá que la situación en Europa es diferente a la nuestra. Claro que lo es. En Europa el problema es mucho más grave.
Un ejercicio imaginativo interesante para comprender mejor esta realidad, sería el de imaginarse que por un acto mágico o de despotismo, expulsamos a todos los extranjeros. Si esto ocurriera, ¿se solucionarían los problemas del país?; ¿mejorarían automáticamente los servicios de salud en los hospitales públicos?; ¿se reduciría la inseguridad?; ¿concluiría el desempleo?; ¿desaparecerían las villas miseria? No hace falta forzar demasiado a los hechos o a la imaginación para concluir en que todo seguiría igual y tal vez peor.
Que ciertos inmigrantes son mano de obra barata para el delito, es algo que no se puede desconocer. Pero al respecto, se debe ser claro: su detención, encarcelamiento o expulsión del país no provienen del color de su piel, su fe religiosa o su condición social, sino por haber violado las leyes. El que mata, roba o delinque en general, va preso por eso, no por ser de una nacionalidad u otra. Se trata, en definitiva, de cumplir con la ley, sin necesidad de leyes especiales o de actos racistas.
Tampoco se puede ignorar que no son pocos los inmigrantes que actúan como masa de maniobra del clientelismo político. Respecto a esta cuestión, está claro que los responsables no son los inmigrantes sino dirigentes, caudillos y punteros criollos expertos en el arte de aprovecharse de las necesidades de la gente. No es una novedad saber que la nacionalización de los inmigrantes en más de una ocasión fue una excusa para sumar votos. Pero dirigentes de esta calaña lo mismo suelen hacer con criollos, trasladándolos de un lugar a otros para mejorar las expectativas de un padrón.
En la Argentina, tenemos problemas mucho más serios que la inmigración. Entre estos problemas, se deben incluir la falta de controles en la frontera, el contrabando y el narcotráfico que se aprovecha muy bien de esta situación. Sumémosle luego la corrupción de las fuerzas de seguridad y de funcionarios civiles y dispondremos de un panorama completo de todo lo que hacemos mal.
Pretender responsabilizar a los inmigrantes de lo que son responsabilidades exclusivas del gobierno y de su clase dirigente, es un argumento tramposo, de mala fe y, por supuesto, interesado, interesado en desviar la atención de la opinión pública de lo que deben ser los verdaderos problemas de la nación. Históricamente, el racismo y la discriminación se han alimentado de estos prejuicios que ciertas clases populares consumen con singular devoción y que ciertos dirigentes alientan con objetivos inconfesables.
En términos históricos, la apertura al mundo y la convocatoria a la inmigración se asocian con los mejores momentos de la Argentina. Los cientos de miles de extranjeros que llegaron de Europa en la segunda mitad del siglo diecinueve y la primera mitad del siglo veinte, contribuyeron de manera decisiva a hacer un país que en algún momento estuvo ubicado entre los diez más grandes del mundo.
La democracia política, la movilidad social ascendente, la cultura del trabajo y la constitución de nuestra poderosa e influyente clase media está relacionada con estas políticas inmigratorias. El proceso estuvo jalonado de tensiones y contratiempos, pero resultaría imposible escribir la historia argentina del siglo veinte al margen del aporte cultural, político y social de los inmigrantes.
También entonces se levantaron voces contra los extranjeros. Se los tildó de egoístas, ignorantes, irreligiosos y delincuentes. Siempre, por supuesto, estuvo disponible un ejemplo para avalar estos prejuicios. Sin embargo, en su gran mayoría ellos pudieron vivir en la Argentina y el hecho mismo de que en algún momento decidieran quedarse y no regresar a Europa, es una prueba de que, a pesar de todo, la Argentina seguía siendo ese país abierto al trabajo y la inteligencia.
Esta experiencia histórica la deberían tener en cuenta los nietos y bisnietos de aquellos inmigrantes, a la hora de ser tentados a asumir los mismos prejuicios que en su momento padecieron sus mayores. Habría que recordar, por último, un detalle histórico, detalle que no se conoce o se conoce mal y que es portador de un sugestivo valor simbólico. La declaración de la independencia del 9 de julio de 1816 todavía no habla de la Argentina, sino de las Provincias Unidas del Sur. Dicha declaración firmada por todos los congresales fue divulgada luego en tres copias: una en español, otra en quechua y una tercera en aymará. Se trata de un detalle, más simbólico que jurídico, pero que a la hora de dejarnos dominar por prejuicios convendría tener en cuenta, no vaya a ser cosa que a ese boliviano que subestimamos, discriminamos o despreciamos tenga, por mandato de la historia el mismo derecho que nosotros a vivir en este país.
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